sábado, 19 de julio de 2014

Entonces, habría que empezar por el principio:

Seguimos siendo los mismos, mirándonos al espejo en busca de algo que nos indique que hoy somos un poquito más/menos que ayer. La tarea del espejo no debe ser menospreciada.

Le temo al paso del tiempo. Me dan pánico las despedidas y nunca he sabido cómo hacer que sean definitivas (ni cuando no tienen que serlo). No quiero envejecer. No quiero despertar un día para darme cuenta de que todo lo que he vivido no alcanza para llenar el vacío que llevo en el pecho desde el día en que nací. Esa sensación de vértigo, de constante caída libre, de pérdida inminente. ¿Cómo se supone que puedes vivir si todo arde a tu al rededor? ¿Cómo mierda vives si siempre estás en la línea de partida de una carrera en la que no quieres participar? Y la carrera ni siquiera es el problema. No, el problema es que el tiro de partida nunca llega y nunca va a llegar.

Tengo que ser prudente. Siempre prudente, siempre en control. Tengo que censurarme, tengo que bajar la cabeza y seguir esperando, como todos, en la puta línea de partida.

Me convencieron de que la mejor forma de soportar la espera es ser el público, ser la tierra, ser la tiza. Ser todos y nadie al mismo tiempo. Sentirlos en la profundidad de las entrañas, saberlos, creerlos. Sin sentir ni saber ni creer nada en realidad.

Y yo decido.

Decido ignorar las heridas, aplaudir las pequeñas cosas, adormecerme en brazos de eso que tú y yo llamamos amor desde el primer día, convencerme de que así se está bien, porque así basta.

¿Basta? ¡BASTA! Basta porque suficiente y basta porque no lo tolero más y basta porque sigo tropezándome y basta porque profundidad y basta por simpleza.

Basta porque no entiendo. Basta porque ordenas y desordenas. Y no importa. No te importa. Porque en la línea de partida todos queremos ganar la carrera, y porque no somos amantes ni amigos ni hermanos; somos nosotros: agachados, tensionados y esperando.

Basta.

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